"De todos los animales, el que tiene ahora más contaminantes en el cuerpo eres tú", dice Nicolás Olea, de la Universidad de Granada, uno de los pioneros en España en investigar presencia de contaminantes en el organismo. La afirmación suena efectista, pero el mensaje está claro: durante nuestra larga vida los humanos acumulamos compuestos químicos persistentes que aderezan nuestra dieta, contaminantes que nuestra propia actividad industrial ha generado. Y ahí se quedan, en un organismo que no los sabe eliminar. Es más, han entrado en la especie humana para quedarse. Las madres los transmiten a través de la placenta y de la leche materna, así que los bebés los incorporan de serie. ¿Qué efecto tienen? Hay cada vez más evidencias de que muchos inciden desde en el desarrollo cognitivo hasta en la fertilidad, incluso a dosis bajas.
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La mayoría de alertas de la Agencia Española fueron por estos animales
Cuanto más viejos y grasos sean, más afectan al organismo humano
La cosmética es otra fuente contaminante, según los científicos
No es fácil vincular a estos agentes con la aparición de enfermedades
Se han relacionado los clorados con alteraciones en la función cognitiva
"El cuerpo tiene compuestos que nunca antes tuvo", dice un científico
Hace ya tiempo que se conoce la toxicidad de muchos de estos compuestos, y por ejemplo en el caso de las dioxinas, los bifeniles policlorados (PCB) o los metales pesados, su uso industrial o su liberación al medio se han regulado. Pero no por ello han desaparecido del entorno. Están en la cadena alimentaria, atrincherados sobre todo en los tejidos grasos; cuanto más viejos sean los animales que comemos, y más grasos, más contaminados. Los peces predadores, como el tiburón o el emperador, pueden llevar más de diez años almacenando metilmercurio, la forma más tóxica del mercurio, antes de llegar al plato.
Además hay compuestos más modernos y de uso muy común en la vida cotidiana, como los ftalatos -usados en plásticos blandos, por ejemplo para juguetes infantiles-, los compuestos bromados -en tejidos y ordenadores, para evitar incendios- o el bisfenol A, cuyos efectos sobre la salud preocupan.
Organizaciones ecologistas y expertos llevan tiempo dando la voz de alarma, con algunos resultados. La Comisión Europea anunció hace una semana que a partir de 2011 se prohíbe el bisfenol A en biberones, decisión que Estados Unidos tomó ya hace un año. John Dalli, comisario europeo de salud, declaraba que "nuevos estudios demostraban que el bisfenol A podría afectar al desarrollo, la respuesta inmune y la generación de tumores". En contacto con líquidos calientes este compuesto se separa del plástico, en especial si los biberones no son nuevos. Para Olea la prohibición "es una fantástica noticia, pero ¿por qué han tardado tanto? Sabemos cómo actúa este compuesto desde 1936".
¿Cuántos contaminantes exactamente nos comemos? José Luis Domingo, del Laboratorio de Toxicología y Salud Medioambiental de la Universidad Rovira i Virgili, y Joan María Llobet, de la Universidad de Barcelona, llevan desde el año 2000 analizando los alimentos de la cesta de la compra promedio en Cataluña. Su tercer informe está casi a punto. Toman las muestras escogiendo como lo haría un consumidor medio, y miden ocho contaminantes más metales pesados. Luego cruzan los datos con los de consumo de los catalanes y obtienen la ingesta de un consumidor medio.
Hay algunas buenas noticias: "Se nota el descenso de algunos contaminantes en el ambiente, como el plomo, que ya no se usa en las gasolinas, o las dioxinas y los PCB", señala Domingo. Llobet recuerda que "lo que emitimos al ambiente vuelve a nosotros; si el ambiente está más limpio, los alimentos también".
El punto negro está sobre todo en el pescado y el marisco, alimentos en que las concentraciones no bajan. De hecho, si bien la ingesta media de todos los compuestos está por debajo de los niveles de seguridad establecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), el estudio de 2007, que publica la Agencia Catalana de Seguridad Alimentaria (ACSA), revela que los niños y niñas superan por poco este nivel, y las mujeres prácticamente lo alcanzan. Se remite en el texto a las recomendaciones de la UE: los niños pequeños, las mujeres embarazadas o que deseen concebir y las que estén amamantando no deberían comer más de 100 gramos semanales de pez espada o tiburón, dosis que excluyen más pescado esa semana. El atún, no más de dos veces por semana. Europa no es la única en emitir estas recomendaciones; Estados Unidos y Canadá dan consejos similares desde hace años.
Los datos de los estudios de la ACSA casan bien con que la mayor parte de las alertas emitidas por la Agencia Española de Seguridad Alimentaria en 2009 fueron por niveles altos de mercurio en el pescado. Tiene su lógica. Una vez en el medio, el mercurio no desaparece. Y a las fuentes naturales de mercurio, como las erupciones volcánicas, hay que añadir la actividad del hombre, que lleva 3.500 años usando este metal. Se estima que seguimos liberando al medio cada año 50.000 toneladas de mercurio.
"Nunca nos quitaremos el mercurio de la cadena trófica", dice Bernardo Herradón, químico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). "Se ha usado mucho, y aunque ahora está muy restringido sigue estando en algunos tipos de pilas y en tubos fluorescentes, por ejemplo". El mercurio está en el suelo y también pasa a la atmósfera; la lluvia lo lleva a los ríos y de ahí al mar, donde los microorganismos lo convierten en metilmercurio, que es la forma que nos comemos con el pescado. Los microorganismos están en la base de la cadena alimentaria marina, y los grandes peces predadores, y nosotros mismos, estamos en la cúspide.
Pero, además de la dieta, los investigadores están descubriendo -"sorprendidos", dice Olea-, otra fuente de contaminantes químicos para el organismo: la cosmética. "El efecto de los componentes de cremas y champús es ahora un área de investigación en auge. Tenemos cada vez más evidencias de que compuestos de uso muy común en cosmética, como los parabenes, interfieren con la acción de las hormonas. Se absorben fácilmente por la piel pero su eliminación es muy difícil", explica Olea.
También los filtros UV, usados en cremas antisolares y recomendados por los dermatólogos para prevenir el cáncer de piel, empiezan a ser sospechosos. De confirmarse su acción tóxica la comunidad biomédica se encontraría ante un dilema riesgo-beneficio.
Sin embargo, los investigadores advierten de que no será nada fácil establecer fuera de toda duda el vínculo entre exposición a contaminantes en la vida cotidiana y enfermedades. En primer lugar porque los efectos, de haberlos, tardan décadas en manifestarse. Y también porque lo importante, advierten los investigadores, es el ’cóctel’ de productos químicos, esto es, su acción conjunta. Los compuestos son muchos, y su posible interacción, un misterio.
"No sabemos qué pasará, pero los datos están ahí", dice Olea. "La exposición es real. Los tóxicos están en la sangre y en la placenta, se excretan en la leche materna. Las madres los pasan a sus hijos. Tenemos en el cuerpo compuestos que nunca antes habíamos tenido", dice Olea.
Los epidemiólogos, por lo pronto, investigan la relación entre exposición a contaminantes y enfermedades como cáncer, diabetes, endometriosis, infertilidad, malformaciones genitourinarias, depresión inmunológica, asma, Alzhéimer y Parkinson.
Para este tipo de trabajo suponen un tesoro los bancos de tejidos y datos como el que tiene el grupo de Olea en Granada: 6.000 placentas de madres de toda España obtenidas hace una década, con información de seguimiento, durante ese tiempo, del par madre-hijo correspondiente. Esto permite investigar, por ejemplo, la relación entre contaminantes en la placenta y desarrollo. Uno de los últimos trabajos científicos publicados, en septiembre, indica que una mayor concentración de compuestos clorados podría afectar negativamente a la función cognitiva, y recomienda más estudios.
Los investigadores también están observando en los últimos años que la baja concentración de estos compuestos en el organismo no garantiza su inocuidad. El llamado mito de las dosis bajas está cayendo.
"Tanto en animales como en humanos se han visto efectos adversos de los contaminantes a las dosis tradicionalmente llamadas bajas", explica Miquel Porta, catedrático de Epidemiología y Salud Pública de la Universidad de Barcelona e investigador del Instituto Municipal de Investigaciones Médicas (IMIM). "Estrictamente, estas dosis no son bajas: las concentraciones o niveles en sangre o en líquido amniótico, por ejemplo, son tan altas como las de nuestras propias hormonas naturales, y a menudo mucho más". Hasta ahora se aceptaba que estos compuestos debían presentarse a dosis más elevadas para alterar funciones fisiológicas en el organismo, "pero eso está en revisión", dice Porta.
A este experto no le tranquiliza saber que en la mayor parte de los alimentos estos compuestos no superan los niveles considerados seguros por las agencias de seguridad alimentaria y la OMS. "A menudo los niveles legales se establecen simplemente para que los alimentos puedan llegar a nuestra mesa", señala Porta. "Pero nadie nos puede asegurar que las concentraciones que tiene una parte importante de la población sean seguras; a mí, como médico, me parecen muy preocupantes".
En un estudio reciente, su grupo midió presencia de contaminantes en una muestra de 919 personas en Cataluña, considerada representativa de la población general. Los resultados revelaron que algunas personas tenían cantidades de DDE y hexaclorobenceno hasta 6.000 veces superiores que otras. "Una minoría de la población tiene una contaminación interna escandalosamente superior a la mayoría. ¿Es esa minoría la que luego desarrolla enfermedad?", se pregunta Porta.
Es una de las muchas cuestiones aún pendientes de estudiar. Los investigadores se preguntan, por ejemplo, cómo interfieren los tóxicos ambientales con la acción de los genes. Algunos datos apuntan a que el arsénico, el cadmio y los pesticidas organoclorados podrían apagar genes supresores de tumores, y encender genes con precisamente la acción opuesta.
Prueba de que el problema importa es que la Unión Europea destina fondos a investigarlo. El grupo de Olea y otros siete laboratorios europeos participan en el proyecto internacional Contamed, que estudia la relación de la química cotidiana con los trastornos del sistema reproductivo. La incidencia de estas alteraciones -desde una menor calidad del semen hasta malformaciones de genitales- está en aumento en Europa y el problema causa "una considerable preocupación", se dice en la web del proyecto.
Fuente: MÓNICA G. SALOMONE para elpais.com
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