ART. DE OPINIÓN GONZALO MORENO DEL VAL, PRESIDENTE DE ICOVAL Y VICEPRESIDENTE DE LA OCV
Los indicadores negativos sobre el ejercicio de nuestra profesión son claramente conocidos… ¿que nos está pasando?. La veterinaria es una profesión vocacional. Muchos soñamos desde niños con ser veterinarios, y cuando llega el momento nos lanzamos a ello casi sin meditar lo que supone. Este apego a lo que representa nuestra profesión, las altas expectativas que tenemos, quizás deberían ser una fortaleza, pero lo cierto es que nos hacen más vulnerables ante las circunstancias adversas que tiene el desempeño profesional y que muchas veces desconocíamos. Ese es uno de los primeros problemas, la falta de información con que los alumnos llegan, en exceso, a las facultades.
Una vez matriculados, la mayoría de los estudiantes quieren ejercer en el sector de animales de compañía. Existe un abandono progresivo de otros sectores como el ganadero o la seguridad alimentaria, que todos, como profesión, deberíamos ver con cierta preocupación.
Pues bien, siendo nuestra profesión totalmente vocacional, al igual que lo es el ejercicio en pequeños animales, no lo es tanto la vocación empresarial. Este es otro gran problema, ya que el ejercicio de la veterinaria clínica es privado. Los veterinarios nos vemos reflejados en nuestros homólogos de medicina humana, entendiendo que nuestra principal labor radica en curar, siendo esto lo primordial, y estando además por encima de cualquier condicionante legal y/o económico. Es por ello por lo que, en ocasiones, anteponemos la salud de nuestros pacientes a los problemas que puede plantear para sus titulares acometer los tratamientos. Asumimos en primera persona un problema que no es nuestro
por nuestra condición de sanitarios, o por empatía con nuestros pacientes o sus familias, y acabamos regalando parte de nuestro trabajo.
Este problema se agrava cuando los titulares de los animales son administraciones públicas. Las presiones de estas, y/o de entidades colaboradoras, suelen aludir a nuestra vocación para cubrir, a nuestra costa, sus competencias. Debemos solicitar el amparo de los colegios, y no caer en la trampa. Cobrar lo debido no es querer menos a los animales, o ser mal veterinario. Podemos, y tenemos que colaborar con las distintas administraciones, pero precisamente por nuestro amor hacia los animales, debemos hacer bien nuestro trabajo, y exigir que se pongan los medios necesarios para ello. La buena veterinaria requiere de grandes conocimientos y medios técnicos, y eso no es barato.
En definitiva, los centros veterinarios son, además de centros sanitarios, un negocio. Debemos curar, sí, sin duda, eso es fundamental, pero también lo es facturar. Si no lo hacemos, si no somos ambiciosos, y nos conformamos con poder ejercer la profesión de cualquier manera, el resultado siempre será negativo. La falta de beneficios hará más difícil conciliar, y/o poder pagar salarios dignos. Esto a su vez facilitará la llegada del burnout, el abandono de la profesión, o abocará a nuestros empleados veterinarios a intentar una singladura empresarial por su cuenta para la que muchas veces no estaban preparados. En este último caso, además, el objetivo inicial marcado, no es comúnmente, como en otros ámbitos empresariales, el del éxito empresarial, sino simplemente el de poder ejercer la profesión en condiciones mejores a las que teníamos. Esto ha dado lugar, con cierta frecuencia, al nacimiento de negocios de baja rentabilidad que deben recurrir a la guerra de precios para poder subsistir. Si unimos todo esto, es cuando surge el círculo vicioso del sector clínico veterinario.
El origen del problema es multifactorial, y las soluciones son diversas, aunque muchas no dependen de nosotros: incluir formación empresarial en los planes de estudios, pedir a la patronal un mayor esfuerzo al negociar los salarios veterinarios, desinflar la burbuja universitaria, etc. Debemos centrarnos en aquello que sí podemos controlar.
El reconocimiento que ansiamos pasa necesariamente porque nosotros apreciemos nuestro trabajo. Debemos interiorizar su complejidad técnica, su repercusión sanitaria, o nuestra responsabilidad profesional, y con ello valorar adecuadamente su impacto económico. Esto no impide que conservemos nuestra esencia, que seamos empáticos, pero sin caer en el voluntarismo. Es necesario un cambio de mentalidad.
* Art. publicado en la revista ‘Clínica Veterinaria de Pequeños Animales’ editada por AVEPA. 2024, Vol 44, nº 2
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