En 1976, año en el que se descubrió el virus del ébola, un trabajador de una fábrica de tejidos de algodón en Nzara (Sudán) enfermó de la noche a la mañana víctima de diarreas y vómitos sanguinolentos. Poco a poco la plaga se extendió entre los operarios. Murió aquel hombre y otros 150 de los 285 infectados. Ningún científico pudo determinar el origen del mal, pero todos repararon en que del techo de la nave colgaban enormes murciélagos, oriundos del lugar. Y fue la primera vez que se unió, de alguna manera, el virus del ébola con el murciélago de la fruta, una delicatessen que se come, vuelta y vuelta, a la parrilla.
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